Los hombres semidesnudos me miraron con
desprecio. No preguntaron mis motivos. Uno de ellos señaló con un gesto una choza donde entré y me senté en el único lugar posible: el
suelo. El silencio era apenas interrumpido por sonidos vagos del exterior. Perdí la noción del tiempo. Mi
sensación de soledad se profundizó. Pueden haber pasado horas o minutos, no lo
sé.
Cuando la vi aparecer, no pude menos que
contraerme encajándome más en el rincón en que me había sentado: negra,
imponente como una faraona. Envuelta en un halo sobrenatural. Me clavó sus
ojos como aguijones oscuros que hurgaban. No pude respirar durante unos segundos que parecieron horas, luego sentenció firme y segura como si yo
fuese un cartel que ella estaba leyendo:
―Y ¿qué esperabas? ¿qué te sorprende? ¡Ese es tu destino! ¡Estar en soledad; masticarla, rumiarla tragarla, indigestarte con ella una y otra vez!
―Y ¿qué esperabas? ¿qué te sorprende? ¡Ese es tu destino! ¡Estar en soledad; masticarla, rumiarla tragarla, indigestarte con ella una y otra vez!
Querrás mil veces cambiar lugares con
cualquier idiota adormecido en el escritorio de su oficina. Vas a renegar de ti
mismo hasta agotarte, pero eso no servirá de nada. No muchacho, no va a servirte. Lo único que
ahuyentará tu soledad por unos instantes será estar entre locos, entre los que
nadie quiere, entre desterrados que también conocen la soledad y que son capaces de saltar al vacío. Los que son diferentes
podrán entenderte sólo a veces; pero serán más las veces que vayas y vuelvas
sin una puerta a la que tocar, sin alguien que se te siente delante y conserve su substancia y calma.
Todos serán a partir de ahora como figuras de cartón. Muecas patéticas. Mentiras que se dicen mecánicamente a sí mismos sin siquiera darse cuenta. No podrás hablarles, no entenderán tu lengua,
te mirarán sin comprenderte, podrán inclusive odiarte y atacarte creyendo que los quieres lastimar. Hasta que por fin
aceptes que estamos solos muchacho,
que aquí dentro ―se tocó el pecho― nadie más que nosotros sabe lo que sucede. Nadie más...
Respiró profundo como si en su suspiro se derramara todo el sufrimiento de la humanidad, luego continuó: Y, mi niño, aunque sea extraño, tu fuerza proviene justamente de allí pues eres el hombre que lleva el amor como su lucha.
Aprenderás a
construirte tu propio mundo habitable. Podrás ver muy lejos, más allá de lo que
ve la gente ordinaria. Verás el alma de las personas, verás inclusive sus
pensamientos y deseos. Y algún día, eso si dejas de luchar con tu destino,
podrás ver la mismísima mecánica del mundo; las conexiones que existen entre todas las cosas, las causalidades,
las interacciones y las fuerzas que lo mueven todo. El viento, la
piedra, el agua, y lo que moviéndose, mueve a otra cosa y crea el gran movimiento. Cuando así sea, anticiparás los avatares del mundo que
habitas y serás un superhombre. Pero siempre estarás solo.
Esa es tu bendición, porque nadie podrá
quitarte lo que posees. Nadie manipulará tus sentimientos, no conocerás lo que
siente alguien que sufre por amar a otros, pero también será tu cruz: porque no
encontrarás con quien compartir la dura carga que llevas.
Cuando la soledad de aguce, te esforzarás, intentarás mover el rabo como los perros, y ser un idiota que disfrute de cosas triviales, pero, aun esforzándote, no lograrás estar mucho tiempo en esos lugares miserables. Ese jugueteo es para otros, no para ti. Te marcharás tantas veces como trates de interesarte en personas y cosas banales.
Cuando la soledad de aguce, te esforzarás, intentarás mover el rabo como los perros, y ser un idiota que disfrute de cosas triviales, pero, aun esforzándote, no lograrás estar mucho tiempo en esos lugares miserables. Ese jugueteo es para otros, no para ti. Te marcharás tantas veces como trates de interesarte en personas y cosas banales.
Se acercó a mí. Tomó mi mano entre las de
ella. Su piel intensamente oscura y tibia contrastaba con mi palidez insípida y fría. Era como si la tierra misma me tomara la mano. Sus palabras me habían
sumido en una profunda desazón, no estaba triste; sino que parecía haber perdido la
esperanza. Ella, de algún modo lo supo. Sostuvo mi mano un poco más fuerte y me dijo:
―La esperanza aquí no sirve de nada, es un
amarre, una distracción. Es apenas una forma infantil de negación que debes
abandonar ahora mismo. Esperanza... ¿esperar qué? ¡tú no tienes nada que esperar! ¡Deja ese
juego impotente y asume de una buena vez quién eres! Toma lo que te pertenece: tu lugar en el
mundo. ¡Sólo entonces serás todo aquello de lo que eres capaz!
Mi cuerpo asentía sabiendo que ella decía la verdad.
No podría luchar contra ello, porque una parte de mí ya lo sabía y tan sólo
necesitaba de su confirmación. A eso había venido.
―Tú lo sabes, afirmó dando voz a mis pensamientos. Tú lo sabes bien,
y no de ahora, desde hace tiempo. Sabes bien que hubo gente en tu camino cuyo único objetivo fue ayudarte a despertar, provocarte para que tomaras tu espada y encarases tu lucha. Pero el resto del camino será solitario. Y el único alivio será
allí, con algunos locos que batallan como tú, pero tampoco podrás distraerte mucho, porque cada cual tiene lo suyo, su tarea. Así como tú tienes la tuya.
Me levanté. Ella me acompañó hasta la
puerta de la choza. Nuevamente tomó mis manos. Me miró despidiéndose, y salí.
Ahora los hombres me miraban con respeto. Ella me había hablado.
Caminé sin dirección, sin pausa, a paso
vivo hasta que mi cuerpo entero estuvo empapado en sudor. Tomé noción de que
estaba perdido. No me importó. Todos los lugares me daban igual. No podía escapar de mí, no podía rehuir a mi destino. Sentía ser parte de algo tan grande que nada de lo que hiciera
cambiaría las cosas, pues estaría haciendo exactamente aquello para lo que
fui concebido. Así que me senté al borde de un acantilado al que había llegado.
El sol se ponía. Me dejé deslizar por ese instante, sin tristeza, con una calma
extraña, y me percaté de que estaba sonriendo. Me había dado cuenta de que nadie jamás podría arrebatarme esos momentos. Sentí todo lo que me rodeaba como si mis
límites se hubieran disuelto y mi contenido se esparciera... Sentí diluirme en el Todo y, curiosamente, la sensación de soledad se disipó.