viernes, enero 01, 2021

Gea


    De los cuatro mundos solo quedaban tres. Incluso se dudaba de que las criaturas de éter, vulgarmente llamados de aire, hubieran tenido alguna vez su propio hogar. El mundo etérico era hoy un mito. Se decía que su patria se había diseminado por todo el universo por lo cual eran capaces de habitar donde quisieran. Eso no era un problema ya que, en ese rincón del cielo, los silfos —así se llaman— cohabitaban los mundos Tierra y Agua y no sabemos si también eran capaces de alterar su forma y habitar el mundo Fuego
    En cuanto a pureza, los Fuego —salamandras— abundan aún en estado puro en su mundo original en el que son virtualmente inmortales siempre que conserven su forma original. En los otros mundos suelen combinarse aportando calor a la existencia, aunque esto también los vuelve finitos. Los segundos en cantidad de puros son los Silfos. El resto se fue combinando con el paso de los eones. Antes o después hasta los más radicales ceden al ímpetu de re-unión que afecta a todas las criaturas en el universo. Siempre ha estado en la naturaleza de los seres el combinarse con otros diferentes. Quizás se deba a una vieja nostalgia de cuando, antes del Big Bang, éramos todos un conglomerado de materia indiferenciada. 

    Como sea, lo que preocupaba a todos, y principalmente al archiancestro del hábitat de Agua, era la pérdida de volumen de su mundo a causa de las explosiones del orbe Fuego. Pocos seres como ese maestro conservaban el noventa y nueve por ciento de agua en su cuerpo. Era un tema crucial para él. Su forma resemblaba una medusa y él mismo había convocado al gran concilio de los tres mundos. 

    La antigua salamandra, elemental del mundo Fuego era un ser brillante con forma de dragón. Explicó que en los últimos siglos el planeta de fuego había entrado en una fase de transformación, y esto hacía que grandes llamaradas se desprendieran de su ígnea superficie. Argumentaba que era parte del ciclo de su mundo, y que nada podía hacer para cambiarlo. 

    El concilio podría haber aceptado la explicación, si no fuera porque los silfos, los mensajeros del universo, susurraron a la audiencia que no era eso lo que ocurría, sino que había colonias enteras de seres fuego que, hastiados de la monotonía de la pureza y de la inmortalidad a la que les condenaba su mundo, buscaban conocer algo diferente de los puros, aunque esto les costara la vida. Debatieron días sin vislumbrar una solución. Los incendios continuaron y el mundo agua siguió evaporándose hasta que ambos, tierra y agua se encontraron frente a lo irremediable. En Tierra casi no quedaba vegetación, la hambruna los devastaba después de tantos incendios. Y Agua se había reducido a su tercera parte, ya no tenía masa suficiente para mantenerse unido por efecto de la gravedad, lo que provocaba una constante lluvia ascendente. Sus habitantes vivían alienados en una gigantesca esfera-charco en la cual transcurrían sus breves vidas cada vez más tristes. Nostálgicos recordaban los tiempos en que el inmenso océano esférico parecía infinito. 

    Los supremos maestros de los tres mundos volvieron a encontrarse y tomaron la única decisión posible. El mundo tierra y el mundo agua se fusionarían. Lo hicieron. Así nacieron los océanos, las costas y las playas… Agua y tierra se dividieron la superficie del mundo único al que llamaron Gea. Con el nuevo orden todo floreció en poco tiempo, sin embargo, había algo que los atormentaba: los disidentes de fuego confinados en su orbe se retorcían en su agónica inmortalidad pura. Así que volvieron a reunirse para ofrecerles asilo en lo profundo de las montañas, de las cuales aún hoy, de vez en cuando, se lanzan exultantes por los aires a experimentar el más resplandeciente y breve viaje de descubrimiento.