miércoles, diciembre 16, 2020

Esperando tu abrazo

 

    Clotilde supo andar la vida entera con la frente bien alta. Así se lo enseñó su madre: Nunca te inclines ante nadie. Por supuesto que honró aquel mandato de quien se había sobrepuesto a las humillaciones pueblerinas por ser madre soltera. Desde pequeña, Clotilde había sorteado todo tipo de bromas humillantes, como por ejemplo: Llega le día del padre, más vale que compres muchos regalos ya que no sabes quién de todo el pueblo es el agraciado. Las piedras, lejos de dañarla la endurecían más. 

    El tiempo pasó y la vida quiso cambiar las cosas, la artrosis fue doblegando el mandato de la frente alta. A sus ochenta y dos años ya sólo miraba al suelo. Descubrió que allí abajo había todo un mundo de objetos que nadie veía, y se dedicó a explorarlos con entusiasmo infantil. Concluyó que eso de “andar con la frente alta” te ciega muchas interesantes cosas que se cruzan en tu camino. Bajar la frente le significó recibir regalos como monedas, una libreta de bellas anotaciones de una escritora, anillos, billetes de todas las denominaciones… etc. Lo cierto es que hallaba  toda suerte de objetos, algunos desagradables, y no siempre valía la pena arriesgar su cadera agachándose. 

    Esta vez unas llaves brillantes la motivaron a pedir ayuda: “Joven, disculpe: ¿por favor puede alcanzarme esas llaves?, las dejé caer sin darme cuenta”. El muchacho, diligente, se las alcanzó. Estaban frías. Al tocarlas tuvo un déjà vu. Se sentó en un banco y emocionada hurgó la enorme bolsa por sus lentes. Dos de ellas eran ordinarias pero la tercera, era igual a la llave de la casilla de correo de su madre. Habían tenido que mudarse muchas veces debido al maltrato de sus vecinos, así que tenían una casilla de correo. Miró con atención esa llave tan semejante a la que tantas veces usó para buscar las cartas y su viejo corazón se aceleró al ver el número marcado a cincel en la llave: "769": el mismo número de la casilla de su madre. 

    Estaba tan emocionada que su temblor hacía imposible acertar la llave en la muesca. La gente iba y venía, nadie reparaba en ella, todos corrían veloces como los veinte años que pasaron desde que había abierto esa puertecita por última vez. La llave entró en la ranura y giró un cuarto de vuelta. Luego se atoró. Demasiado tiempo sin usarla…pensó. Con las dos manos volvió a intentarlo, pero la artrosis no le daba tregua. 

    ¡Joven! Por favor, ¿me ayudaría con  esta bendita llave?  

  Una sola carta, amarillenta, dormía resignada en el fondo del pequeño cubículo. Clotilde se estremeció de arriba abajo cuando la vio entre sus manos. Con letra dibujada decía: “Clotilde Fermina Galante Lopez”. Tembló al punto que sus piernas no pudieron mantenerla en pie, pero afortunadamente el muchacho aún estaba allí, y la sostuvo para luego ayudarle a llegar hasta los asientos de plástico azul. 


    ¿Galante...? ¿Cómo que Galante...?  

    Sólo una persona, además de su madre (quien jamás lo había mencionado), podía al fin revelarle su primer apellido. Abrazó la carta contra su rostro, la tinta empezó a correrse por la humedad. Su alma se llenó de tibieza y sintió que a sus ochenta y dos años recibía por primera vez ese abrazo que tantas noches y tantas mañanas había soñado.